3/4/14

Aceituna pasa

Querido papá:


    Hoy sentí que el corazón me está menguando, como si tuviera una pena famélica y esa pena se dedicara a mordisquearlo. Me di cuenta esta madrugada cuando, por el pasillo, perdiste un suspiro que bien pudo absorber la melancolía revuelta de todo el barrio. Pensé que no merecías una tristeza tan temprana ni yo una conciencia tan tranquila. Por eso esta carta y este desahogo repentino. Alguien tenía que decírtelo, pero tienes cara de aceituna pasa, arrugada y oscura. Algunas veces hueles a manto de ortigas, otras, a tractor estropeado. Caminas con zancadas largas y movimientos lentos, igual que caminaría un árbol viejo con piernas. Tus manos, más prácticas que artísticas, son corteza de tronco y fueron talladas sin demasiados detalles. Tal vez naciste de la rama de un olivo y creo que yo, con el tiempo, seré una aceituna de cornezuelo; una mujer de nariz puntiaguda y facciones alargadas. Por si acaso, platico con los frutos que cultivas, vaya que alguno de ellos sea mi hermano y ande enojado. Reconozco que parte de mi filosofía de vida te la debo solo a ti, no a Platón ni a la señorita doña Magdalena. ¿Sabes que si estudio tus enseñanzas dentro de poco seré una especie de prócer campestre? Entenderé el idioma de las abejas, reconoceré el sexo de un pájaro solo por el canto y repetiré tus verdades universales; “los pasteleros se llenan de nata y los agricultores, de tierra” y con mis botas sucias me quedaré más ancha que larga. 

    Es curioso, pero jamás nos dijimos te quiero. Ni siquiera sabes que te admiro y eso que presumo hasta de mi dedo gordo del pie, que es terriblemente idéntico al tuyo. Así que tú, desayunas pan y aceite, hablas con el perro y con el vendedor de piensos, miras al cielo y las posibilidades de lluvia, aras la tierra y quitas los pedruscos, analizas la finca y la del vecino, maldices la sequía, te llenas las manos de barro y de callos y todo eso lo haces todavía ajeno a esta carta de amor. Si lo supieras seguirías haciendo lo mismo, pero un poco más feliz. Sin embargo, me cala una vergüenza estúpida que tapona la arteria aorta y es ahí donde vienen a morir todas las buenas intenciones. ¿Qué tal si te compro un semental de nombre Poderoso? Sé que es tu gran ilusión. Árabe, negro y brillante, con la melena peinada y las herraduras recién puestas. En Poderoso montaría todas esas responsabilidades de una hija de bien, ya el caballito se encargaría de decirte lo que yo no me atrevo. 

 El otro día mamá se encargó de enumerar como tabla de multiplicar cada uno de los oficios que desempeñaste: -“¡Bueno!, tu padre fue de todo; repartidor, soldador, peón de fábrica, pintor de automóviles, apicultor, personal de mantenimiento, conductor de maquinaria pesada, taxidermista y camionero. Ahora, pues ya ves, agricultor. Siempre tuvo culillo de mal asiento. Eso sí, es más trabajador que ninguno”- me dijo. También habló de necesidades y del trabajo que os costó que los tres retoños (después serían cuatro) creciéramos con la cabeza alta y la barriga llena. Pero yo ya lo sabía y me dejé contagiar por su orgullo. La memoria solo me alcanza hasta la cabina del Volvo. Por entonces, estabas hinchado porque los kilómetros te pesaban demasiado. Recuerdo que durante cinco días a la semana, el camión era prácticamente una extensión de tu cuerpo. Cruzabas España de norte a sur y de este a oeste mientras comías, dormías y llorabas en el mismo sitio. Cuando al fin llegabas a casa los sábados por la noche, más harapo que persona, nosotros nos conformábamos con verte cenar y roncar. Allí, en el sofá del hogar, espulgabas todas sus pesadillas. En las mañanas del domingo, cuando aún reinaba la luna, te fugabas para mimar a tus olivos e interpretar los primeros nubarrones. Las semanas pasaban idénticas las unas a las otras, hasta que la crisis arrasó con la rutina. Así fue cómo cambiaste el asfalto por un mar de olivos y el aire acondicionado por el de montaña. Entonces, mamá recuperó la cama de mujer casada, con todos los arrumacos propios de una mujer casada, pero enamorada. Sin embargo, supongo que para mí fue más fácil mandarte los “te quiero” por telepatía como siempre hacía cuando te imaginaba llorando solo en el camión.
   Papá, el caso es que el tiempo no perdona. Me hago más mayor de lo que quiero, más fría, menos inocente y, por qué no, más imbécil. Tú también te haces viejo, pronto te pillará la chochez y olvidarás los besos como se olvidan las resacas. Pero quiero que sepas que ningún Romeo, ni del pasado ni del futuro, merecerá una carta de amor tanto cómo tú te la mereces. Eres el hombre de mi vida. Lo eres dormido en el sofá o en la carretera A-52. Si te digo “te quiero”, te lo digo porque aunque seas un hombre basto de bastas formas, me hiciste sentir bonita sin llegar a mirarme y por eso ahora no necesito ojos que me valoren. Te lo digo porque si aprecio las cosas pequeñas es gracias a tus clases magistrales sobre abejas, hormigas y lombrices. Te lo digo porque si no tengo complejos es porque eres un hombre que se ríe de su tartamudez. Te lo digo porque asumo la realidad con dolor pero sin sufrimiento y eso solo se aprende si ves a unos ojos que padecen y una boca brava que después, sonríe. Si te digo “te quiero” es porque hoy no me arrepiento de ser lo que he sido. Estoy pensando que no me importa que tengas cara de aceituna pasa, arrugada y oscura, ni que algunas veces huelas a manto de ortigas, y otras, a tractor estropeado. Me da lo mismo si llevas puesto el mono azul o la chaqueta de las bodas, que tengas los labios finos, un bigote sospechoso o las uñas ennegrecidas como si hubieras escarbado hasta el centro de la tierra. Eres magnífico tal y como eres. Papá, te avisé. Alguien tenía que decírtelo. Gracias por tus collejas tan bien elaboradas o por los épicos: “Niño. Tú oír, ver y callar” o “cuando seas padre comerás huevos”. Consejos que luego el tiempo demuestra que valen para la vida entera.
   Mañana será un buen día para perder la vergüenza al desnudo. No te preocupes, solo el interno. Sino qué sentido tendría, ¿no? Qué tontería tan tonta lo de guardarse el amor, de convertirlo en pudor, si por muy melifluo que resulte no hay peor carta que la que nunca se envía ni sentimiento más inútil que aquel que jamás se demuestra.


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