14/9/13

El muro de las lamentaciones


La puerta se abre cuando carraspea la primera garganta del barrio, cuando se desgastan los ánimos y se olvidan las composturas. A media tarde el sonido del hielo en la copa resulta tan glorioso para los esperpentos como lo es para el creyente escuchar el replique de las campanas. Es un tugurio elegante, inglés, con mesas y sillas de madera de acabados rojizos y dorados. Allí huele a tiempo estancado. En el muro de las lamentaciones reposa el alcohol de una hilera de vasos medio vacíos, pintas y medias pintas que embriagan pesadumbres que ni los posos quieren escuchar. Varias espaldas encorvadas esconden el patetismo de frentes decadentes y, sobres esos mismos hombros, descansan unas cabezas que se rindieron a la llegada de su otoño. Fuera, un rebaño quiebra el sosiego pastoril del bar. Recipientes de carne van y vienen formando una muchedumbre animal. Nadie escucha. Nadie observa. Mientras, cuatro gatos purifican su alma con cebada. Pero la vida transcurre ajena a una estampa tan humana.