1/4/14

Ahora. A mi abuela gitana

El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará? Abuela, el cielo está hoy como tu trabalenguas, ¿te acuerdas? Hay un pesado telón de barro frío sobre nuestras cabezas y una humedad de musgo que hace que a mamá le duelan todos los huesos. No me gusta la lluvia sin tu manta de ganchillo, no me gusta que llueva cuando nuestro cielo, el tuyo y el mío, se queda sin desenladrillador. Creo que seguirá así durante la noche. Papá se alegra por sus olivas, dice que están secas y que el agua que cae como aguja líquida es una bendición para las grietas de la tierra, pero a mamá, ya sabes, esto se le cala hasta los tuétanos. A Laura no le importa, a la adolescencia le da igual el tiempo y el cielo, eso son preocupaciones de mayores, de los que miran hacia arriba como si ya se hubieran cansado de observar lo de abajo. Y yo, abuela, yo no sé dónde mirar. 
     Febrero se ha comido medio mes, y nosotros mes y medio desde que brindamos con las copas de cristal fino y degollamos las gambas para luego libar sus duras cabezotas de guerrero bigotudo. El año nuevo ya no es tan nuevo o, al menos, a mí me lo parece. Papá propuso pasar las Navidades junto a la lumbre, es decir, en el cortijo, y a todos nos pareció buena la idea de oler a zorruno. La casería se llenó pronto de nosotros, de los perros, de boniatos, de sopa caliente y de ramitas de romero. Todo estaba lleno de algo, todo menos la poltrona, o la sillita de la reina como le decías para adjudicarte un asiento que, para entonces, ya era más tuyo que de nadie. El día 25 comimos la merluza de la noche anterior y la casa entera entró en una modorra arrastrada de vinos y champán. Después, Nochevieja. Más copas de cristal y más gambas sin cabeza. Tu poltrona vacía y la botella de anís que no sonaba. Pero es febrero, abuela. En el cortijo salieron las primeras flores del almendro, a pesar del frío y de la humedad. Febrero es el mes de los enamorados pero yo no tengo novio. No, todavía no. Así que sin chico con quien gastar mis besos todos los que me vienen a la boca los reparto como pompas de jabón; unos pocos por el cielo, otros pocos por la tierra porque abuela, yo no sé dónde mirar. Ya te lo he dicho. A veces, lo mismo beso tu estampita olvidada de Santa Marta, la del dragón entre los pies, que beso un bulanico y le pido deseos. Abuela, intuyo que las rosas no llegarán este mes. Será un febrero deshojado. Quizá Laura aparezca con un ramillete de amatorias. Está en la edad. Me la imagino paseando por la plazoleta de los novios, prendida a un novio de colegio, con los ojos y las manos de los trece. Imagínatela, entrando en casa con la pasión encendida en las mejillas, abarcando sus flores como conquistas rojas. Y yo me enamoro de su alegría, del pelo suelto que le baila a los niños, de la gracia nerviosa que le baja a los pies. Creo que los amores de colegio siempre llegan demasiado pronto o demasiado tarde. Luego, hay que tener una abuela gitana o algo que enseñe a enamorarse de la vida, aunque a veces duela, como tú decías o como cantaba Camarón. No importa. 
    Tengo el baúl verde lleno de cartas y sospecho que sus entrañas sabrán más de mí que yo misma. Cuando mayo llegue no habrá baúl para todas, con lo que te gustaba la primavera. Quizá deje de escribir cartas y aproveche para ir al campo y vestirme de tus faldas flamencas, de amapolas. Con eso serías feliz. Abuela, echo de menos tu cariño de mamá elefante, ese cariño que llegaba a mis amigas y a las amigas de mis amigas. Pero me doy cuenta que la vida sigue muriendo y renaciendo igual sin ti, como la flor del almendro y que el amor está en todas partes; en el cielo o en los recuerdos, que viene a ser lo mismo, pero también en la tierra, en Laura, en la merluza del 25 de diciembre, en mamá, en papá y sus olivos y en el brindis con las copitas de cristal. Abuela, prometo estar enamorada toda la vida. De la vida. Aunque a veces, duela.

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