9/3/19

VEINTE DUROS

Ya lo sabía. Ella siempre lo supo. "Toma niña, guárdalas bien, no se te vayan a perder por el camino", me decía mi abuela cuando me regalaba veinte duros. Eso pasaba algunos días, en los santos, cumpleaños o, a veces, cuando daban la copla por la tele. La recuerdo con las piernas muy hinchadas, un pingüino a cámara lenta recorriendo las pocas baldosas de un pequeño piso que se le hacía grandísimo. "Toma niña. No seas tonta". Repetía en voz bajita. Sacaba las pesetas de un monedero de piel con cremallera, negro y arrugado como su vestido de andar por casa y me las daba en un extraño silencio. En esa salita de estar, llena de fotografías de vivos y muertos, aquello se convertía en algo parecido a un ritual funerario. A un secreto del más allá.  Doblaba mis dedos para convertirlos en un puño bien prieto. Aguantábamos el pulso las dos. Ella me hacía prometer que no las perdería por el camino. Yo asentía con una risilla de ratón. Cerrábamos el pacto. 


Mi abuela Carmen, bajita, siempre morena y rizada, era de camisón ancho, oscuro y holgado. Tenía la piel bonita, suave y cuidada como un puñado de aceitunas. Olía a vela blanca y a jabones de Avon. Era blandita por fuera y acorazada por dentro, la guerra, las pérdidas, la tristeza, la convirtió en una mujer solitaria. Mucho genio andaluz, mucha dulzura a su manera. Criticaba las modernuras de lo que daban por la tele, sobre todo, a las presentadoras y bailarinas descorchadas, a las "niñas marranas" como ella las llamaba. Y cuando le venían esos pensamientos, me miraba y me decía "a ver a dónde vas tú con esos pantalones y a ver si le dices a tu madre que te corte el pelo" Yo me enfadaba y me iba a su balcón a tirar bolitas de pan al vecino para que se me pasara el enfado de los trece. Ahora con la distancia es cuando la recuerdo y la siento más cerca que entonces. Sus cajones llenos de estampitas y medicamentos, sus huevos con patatas, sus tostadas con aceite y una tonelada de sal, su arroz con leche, su alfajor, los toros por la tele, sus andares, sus conversaciones y sus palabrotas, el Viernes Santo y la autonomía de su casa. Y de aquello, todo perdura. Todo sigue vivo por aquí dentro. A mi abuela Carmen le debo esos veinte duros.