30/4/20

Espárrago triguero

Alto y delgado como una espiga, carácter de cereal y costumbres sésiles. Mi bisabuelo o el abuelo viejo, que era cómo le llamábamos, me enseñó con tan solo su presencia el respeto y el miedo a la locura mortecina. A la muerte cuando tiene más de locura que de quietud o de otra cosa. Le salieron sus fantasmas, se pulgó en vida y yo lo vi. Lo quise a mi manera de entonces con amor alegre de pajarillo, el de los siete u ocho años, amor cantarín y despreocupado. Le hicimos un teatro mi hermana, yo y unas amigas en su 92 cumpleaños. Es todo lo que hice por él. A parte de observarlo como a un bicho palo mientras su hija, la madre de mi padre, le daba de comer. -"Roe papa, roe", le decía. 

Se sentaba siempre en una poltrona de cuero rojo, señorial, y miraba al vacío, a la vida que le quedaba o que le faltaba. En ese sofá yo me sentaría mucho tiempo después, cuando le perdí el miedo a la superstición de los objetos y allí iba a sentirme más sabia o yo qué sé... a sentirme. 

Era impasible a casi todo menos al tiempo y a las rabietas. Mi hermano y mi abuelo disfrutaban rompiendo su sosiego de hombre muy mayor, jugándose sus olivas en una partida de ajedrez. Él escuchaba las apuestas y levantaba como un titán su garrota. Amenazante, injuriaba a todos hasta que le duraba la memoria, que se lo llevaba todo, hasta a él mismo.  

El abuelo viejo murió cuando hacía frío. Lo sé porque vinieron a darnos la noticia una noche de sopa, de jornal de aceituna. Yo jugaba con las muñecas y el timbre sonó extraño, inusual. Aquello me fracturó. Fue un dolor nuevo, primerizo, recién hecho. Eso era "el morirse", un vacío que ocupa, que te ocupa entero. Pero el abuelo viejo no solo me enseñó de muerte sino también de cuentos interminables como el del gato. Una historia que terminaba preguntando "¿Quieres que te lo cuente otra vez?" Solo recuerdo que siempre le decía que sí y que era lío de gatos. Aprendí también la postura y el movimiento circular e hipnótico de sus pulgares. Un ritual de viejo para hallar la paz o autosanarse, lo que hoy es la meditación o el reiki, supongo. Si le imagino, me lo invento muy tieso. Cómo sería sin la edad, con un cuerpo elegante y estirado como un espárrago triguero. Muy finito, distinguido, pero de monte y ligeramente amargo. Estará ahora bajo la sombra de algún olivo, reencarnado en espárrago o en ortiga. Mimetizado con sus tierras ya secas, siendo él ya tierra seca. 








28/3/20

YO A TI TE CONOZCO DE ANTES

Cuando me despierto, cuando escucho música, cuando me divierto, cuando me pierdo, cuando no encuentro sentido a nada, cuando río, cuando rompo a llorar, cuando escribo. Para todo. Él es mi inspiración. 


    Lo vi por primera vez en Londres, en una noche de verano, dentro de un pub de música Jazz como si fuéramos actores de una de esas películas romanticonas de sobremesa. Recuerdo que se hizo paso entre el batiburrillo de personas, cervezas, conversaciones a voces, sonidos de saxofones y trombones. Entró tan ágil como un pollo perdiz, observando el ambiente y dominándolo como si fuera su hábitat natural. Nos presentamos. Dos besos y una frescura de pomelo. Era distinto a los demás hombres, él era una fruta exótica. Lo encontré tan fresco, tan vivaz, una explosión de energía tan repartidas por las mesas que se llenaban, las pintas que se vaciaban y por los escotes que sobresalían que pensé; "este chico solo busca perderse por allí". Así que disimulé mi entusiasmo y mientras él hablaba con bases de esdrújulas rimbombantes yo me fui enamorando poco a poco, de reojo. Después vinieron más cervezas y jarras de colores cubanos, un casino, un pasillo sin cámaras, una moqueta, cuatro manos, muchos besos. Explosión. Fue nuestra primera Noche Vieja. Aquel encuentro revolucionó mis creencias, mi forma de amar. Me hizo libre, más loca, más madura, más sincera, más feliz. 

    Y cuanto más me llenaba de sus impulsos, de su pecho sereno, de la impaciencia de sus manos, de los abrazos sin réplicas, de los bocaditos por los brazos, de todas esas ganas suyas, más feliz era. Hubo también tiempos raros, cuando nos mirábamos y solo decíamos lágrimas. A veces, encontraba su cuerpo tumbado, carne desparramada, desganada, de un esparcido lento, doloroso y abrasador como lava. Otras era bomba expansiva, incontrolable. Pero le amo en cada uno de sus estados, ya lo sabe. 

    Escribo algunas líneas entre trayecto y trayecto del tren, en vagones llenos de desconocidos, maletas, bicis y olores del mundo o del inframundo que nada saben de nosotros. Pero a mí me gustaría correr como una loca por el subsuelo y gritar: "¡Me encantan los pliegues de su tripa, sus nalgas duras y el lóbulo de sus orejas!" Y después, cuando le tuviera delante, dejaría que me aflorara a base de risas ese sentimiento que tuve desde el principio; "yo a ti te conozco de antes".

    Ahora te veo llegar, vas con una camiseta blanca y un pantalón corto. Caminas rápido, andas con ritmo. Hormigueo. Mi estómago anticipa que tus abrazos me romperán y me recompondrán por completo. Me devuelves a la vida. Resurrección, como si me sumergiera en un océano de agua fría. Nervios. Despiertas mis instintos, incontrolables. Y digo; "¡María, estás hasta los tuétanos, estás enamorada hasta los tuétanos!" 

16/3/20

DE DEDOS FRÍOS Y SILENCIOS ESPACIALES


Se quedó sola con el ruido del fuego y del viento. Sola con los elementos. Hacía tanto tiempo que no hablaba con ella misma que, al escuchar su voz interior, era como si una desconocida la observara sentada a los pies de su propia cama. Algo entre íntimo y extraño.

Sintió el cosquilleo del alma, como el baile de las llamas, subir a sus mejillas, quedarse en la garganta. ¿Dónde estaba hasta entonces? Los horarios del trabajo, la masa humana desparramada por todos lados, entrando y saliendo de su cuerpo a través de las miradas, de las prisas, de la aglomeración. Saturada de otras personas, de sus tonos, de sus energías ajenas de las que ella intentaba huir. Todo aquello era un veneno menguante de almas. Ella lo sabía, y allí, junto al fuego y al viento enfadado del invierno, consiguió disfrutar, casi como por primera vez, de la soledad elegida, de la auto-conciencia. Se chupó los labios y los sintió mojados, bebió agua y siguió su recorrido fresco y saciante hasta llenar el estómago. Sonrió. Notó la punta de los dedos de los pies fríos, la necesidad de unos calcetines, el silencio espacial de la casa vieja, los recuerdos de otras noches a solas, de otras noches distintas, con otras preocupaciones, con otros miedos, sintió lo sentido en aquellas noches como si reencarnara todas las soledades en un instante. Suspiró tragándose el aquí y el ahora, una gran bocanada de aire hacia los adentros, como si intentara conservar al vacío su persona, su esencia. Ella y el mundo, unida al universo por unos segundos. Sin interferencias.

Alza el cuello para poder mirar por la ventana sin levantarse. Solo ve un claroscuro de verdes, no llega a diferenciar el pino del matorral, ni las hojas de las ramas pero le resulta armonioso. Se toca la cara para aliviar el calor del fuego, el pelo. No se ha peinado en todo el día, hoy ni siquiera se preocupó de mirarse en el espejo más de dos veces. Vuelve a sonreír. A ella no le importa. A las montañas no les importa. Nadie la ve, nadie juzga. Mueve la cabeza como aquellos arbustos, los rizos se le despeinan divertidos, como si el mismo aire de fuera lo tuviera ahora encima. Se sacude y en el movimiento olvida lo superfluo.

El cortijo es viejo, más viejo aún que el recuerdo de su abuelo sentado en el poyete a la fresca, más viejo que ella misma recogiendo impostoras mariquitas en un bote de tomate, mucho más que los veranos de luciérnagas. El cortijo es más viejo de lo que sus recuerdos alcanzan por eso el cortijo sabe recuperarla cuando pierde la identidad. Ella pertenece al campo, como un tomate, como una florecilla silvestre. Se humaniza, le habla. Le dice -escribe-, descansa, piensa, observa el paso del tiempo a través de los cambios de luz, come cuando tengas hambre, mira las estrellas y llora, da las gracias. Ha encendido dos velitas, tiene mucho que agradecer.



9/3/19

VEINTE DUROS

Ya lo sabía. Ella siempre lo supo. "Toma niña, guárdalas bien, no se te vayan a perder por el camino", me decía mi abuela cuando me regalaba veinte duros. Eso pasaba algunos días, en los santos, cumpleaños o, a veces, cuando daban la copla por la tele. La recuerdo con las piernas muy hinchadas, un pingüino a cámara lenta recorriendo las pocas baldosas de un pequeño piso que se le hacía grandísimo. "Toma niña. No seas tonta". Repetía en voz bajita. Sacaba las pesetas de un monedero de piel con cremallera, negro y arrugado como su vestido de andar por casa y me las daba en un extraño silencio. En esa salita de estar, llena de fotografías de vivos y muertos, aquello se convertía en algo parecido a un ritual funerario. A un secreto del más allá.  Doblaba mis dedos para convertirlos en un puño bien prieto. Aguantábamos el pulso las dos. Ella me hacía prometer que no las perdería por el camino. Yo asentía con una risilla de ratón. Cerrábamos el pacto. 


Mi abuela Carmen, bajita, siempre morena y rizada, era de camisón ancho, oscuro y holgado. Tenía la piel bonita, suave y cuidada como un puñado de aceitunas. Olía a vela blanca y a jabones de Avon. Era blandita por fuera y acorazada por dentro, la guerra, las pérdidas, la tristeza, la convirtió en una mujer solitaria. Mucho genio andaluz, mucha dulzura a su manera. Criticaba las modernuras de lo que daban por la tele, sobre todo, a las presentadoras y bailarinas descorchadas, a las "niñas marranas" como ella las llamaba. Y cuando le venían esos pensamientos, me miraba y me decía "a ver a dónde vas tú con esos pantalones y a ver si le dices a tu madre que te corte el pelo" Yo me enfadaba y me iba a su balcón a tirar bolitas de pan al vecino para que se me pasara el enfado de los trece. Ahora con la distancia es cuando la recuerdo y la siento más cerca que entonces. Sus cajones llenos de estampitas y medicamentos, sus huevos con patatas, sus tostadas con aceite y una tonelada de sal, su arroz con leche, su alfajor, los toros por la tele, sus andares, sus conversaciones y sus palabrotas, el Viernes Santo y la autonomía de su casa. Y de aquello, todo perdura. Todo sigue vivo por aquí dentro. A mi abuela Carmen le debo esos veinte duros. 


25/11/18

DEBAJO DE LA CAMA

Debajo de la cama. Estoy simplemente debajo de la cama. No busco nada, no huyo de nadie, solo quiero encontrarme. Recuerdo a mamá que habla en la cocina, siento a mamá llorar. Lloro con ella. Me uno a su llanto y salen de mi cabeza unas lágrimas raras que no sé donde escribirlas. Analizo mi cuerpo oculto hecho palo de cemento, con las extremidades engarrotadas y pegadas a un bloque de carne que ya no es carne. Asustada, grito por dentro como una loba muda y el alarido se convierte en un veneno negro que salpica.

Después, silencio. Sin palabras. Aprieto los labios como si atravesara una ventisca de arena mientras intento esquivar miles de pensamientos. Fallo. Me alcanzan, me hieren. Cuánto desorden a mi alrededor, cuánta inquietud arrastro. No puedo hablar y el peso de lo callado me anuda los pies. Caigo.  Ya en el suelo, desplomada, me agrede un manojo de nervios, un remolino de aire y alfileres, que consiguen atraparme en una inercia corrosiva que termina por desgastar todas mis versiones. Ahora solo queda el hueso. Inútil, sin carne, sin pensamiento, sin nada que sostener. No me perdono estas maneras de sufrimiento. No las merezco. Nadie las merece, por eso proclamo la revolución. Invoco a todo lo que puede ser invocado desde el aturdimiento y aparecen las cuatro estaciones galopando en el estómago. Deseo que el invierno sea lo más corto posible porque sino creo que podría morir de pena. Es este día a día, son los momentos en el metro lleno de gente sumergido en su mundo virtual, sin imaginar la vida de nadie, es la velocidad con la que andamos por el cemento yerto, muerto como nuestros pasos y como nuestra mirada plana, horizontal. Es la pena que tengo de la ciudad, del laberinto de ratón, de la prensa gritona y estúpida, de los correos sin contestar, de los "te quiero" del doble check que se lanzan sin abrazos que los avalen, de las preocupaciones que nos inyectan para anularnos como seres felices capaces de disfrutar de lo que es nuestro. Porque todo lo que necesitamos para sonreír ya nos pertenece. Por eso, desde pequeña, siempre busco un refugio a las bombas debajo de la cama, para encontrarme, para revolucionarme. Necesito esa agitación profunda, continua, que espulgue los males que no entendía ni entiendo. Morir y renacer. Y es verdad que caigo y recaigo en la droga de la sobreeinformación, del consumo, del pasotismo, de la frustración absurda por agradar, por llegar a ser...pero ¿el qué?, ¿quién? Pues yo quiero ser leñadora, como leí en un artículo. Quiero ser nada para todos y que me conozcan por las veces que me río, por lo que me gustan los ganchitos, por mi acento, por mi lunares, por mi pelo despeinado, por mis muletillas, por mis imperfecciones y mis virtudes y no por lo que una empresa dice que soy. Me importa una mierda tus titulaciones, tu móvil, tu bolso nuevo, tu cuerpo cubierto de todo menos tú, me interesa las ganas que tienes de escuchar las chicharras cuando cantan y las veces en las que te has escondido debajo de la cama.