22/5/11

SUEÑOS HUNDIDOS




Despertó más desolado que nunca. La primavera traía añoranzas salinas y doradas, y aquella mañana un sol ajeno le abrasó hasta los tuétanos. Nereo se asomó por la ventana. Miasmas callejeros le abofetearon. Asco de vida, pensó y el paisaje aplastó sus ilusiones.


Nereo era un escritor de los que escriben penas para dejarlas podrir en una gaveta. Tras casi un siglo de angustias y anhelos, de poemarios albertianos de bahías y puertos perdidos, el cajón despedía efluvios de lamentos fermentados, un tufo que impregnaba hasta lo impenetrable. El viejo, pegado al mar como rémora a los cuerpos flotantes, fue arrancado de las aguas cuando su padre, pescador devoto de pescaditos y fieras oceánicas, murió en un periplo cubano mientras buscaba al pez más sabroso del mundo. Una cena prometida que jamás presentó a su esposa. Desde entonces, Nereo no volvió a pincharse con la barba de ningún arponcillo, ni los gusanos le mordisquearon más los dedos. El amor maternal y la locura marital de la misma mujer le alejaron de los cardúmenes atuneros. Ahora, paseaba por calles del purgatorio con el rostro desencajado de la pena.


Postrado en la cristalera, se imaginó echando anzuelos al mar, rescatando al pez más sabroso del mundo para comérselo sin prisa, desmenuzando su anatomía acuática en busca de la carne del pecado. Ensimismado, Nereo sintió un agüilla inventada de alta mar empapando sus brazos. Amaba los escualos voraces y la plata de los atunes. Miró al cielo, que era lo más parecido al océano y vomitó a las alturas maldiciones y juramentos. Deseaba tanto empuñar la caña que proclamó al viento una muerte prematura para mezclarse, hecho ceniza, con el salitre de las olas. Recordó otras primaveras, cuando comprobaba aparejos y toqueteaba los sedales. Cerró la ventana, aquel día la peste del cajón de los lamentos inundó la ciudad.