28/3/20

YO A TI TE CONOZCO DE ANTES

Cuando me despierto, cuando escucho música, cuando me divierto, cuando me pierdo, cuando no encuentro sentido a nada, cuando río, cuando rompo a llorar, cuando escribo. Para todo. Él es mi inspiración. 


    Lo vi por primera vez en Londres, en una noche de verano, dentro de un pub de música Jazz como si fuéramos actores de una de esas películas romanticonas de sobremesa. Recuerdo que se hizo paso entre el batiburrillo de personas, cervezas, conversaciones a voces, sonidos de saxofones y trombones. Entró tan ágil como un pollo perdiz, observando el ambiente y dominándolo como si fuera su hábitat natural. Nos presentamos. Dos besos y una frescura de pomelo. Era distinto a los demás hombres, él era una fruta exótica. Lo encontré tan fresco, tan vivaz, una explosión de energía tan repartidas por las mesas que se llenaban, las pintas que se vaciaban y por los escotes que sobresalían que pensé; "este chico solo busca perderse por allí". Así que disimulé mi entusiasmo y mientras él hablaba con bases de esdrújulas rimbombantes yo me fui enamorando poco a poco, de reojo. Después vinieron más cervezas y jarras de colores cubanos, un casino, un pasillo sin cámaras, una moqueta, cuatro manos, muchos besos. Explosión. Fue nuestra primera Noche Vieja. Aquel encuentro revolucionó mis creencias, mi forma de amar. Me hizo libre, más loca, más madura, más sincera, más feliz. 

    Y cuanto más me llenaba de sus impulsos, de su pecho sereno, de la impaciencia de sus manos, de los abrazos sin réplicas, de los bocaditos por los brazos, de todas esas ganas suyas, más feliz era. Hubo también tiempos raros, cuando nos mirábamos y solo decíamos lágrimas. A veces, encontraba su cuerpo tumbado, carne desparramada, desganada, de un esparcido lento, doloroso y abrasador como lava. Otras era bomba expansiva, incontrolable. Pero le amo en cada uno de sus estados, ya lo sabe. 

    Escribo algunas líneas entre trayecto y trayecto del tren, en vagones llenos de desconocidos, maletas, bicis y olores del mundo o del inframundo que nada saben de nosotros. Pero a mí me gustaría correr como una loca por el subsuelo y gritar: "¡Me encantan los pliegues de su tripa, sus nalgas duras y el lóbulo de sus orejas!" Y después, cuando le tuviera delante, dejaría que me aflorara a base de risas ese sentimiento que tuve desde el principio; "yo a ti te conozco de antes".

    Ahora te veo llegar, vas con una camiseta blanca y un pantalón corto. Caminas rápido, andas con ritmo. Hormigueo. Mi estómago anticipa que tus abrazos me romperán y me recompondrán por completo. Me devuelves a la vida. Resurrección, como si me sumergiera en un océano de agua fría. Nervios. Despiertas mis instintos, incontrolables. Y digo; "¡María, estás hasta los tuétanos, estás enamorada hasta los tuétanos!" 

16/3/20

DE DEDOS FRÍOS Y SILENCIOS ESPACIALES


Se quedó sola con el ruido del fuego y del viento. Sola con los elementos. Hacía tanto tiempo que no hablaba con ella misma que, al escuchar su voz interior, era como si una desconocida la observara sentada a los pies de su propia cama. Algo entre íntimo y extraño.

Sintió el cosquilleo del alma, como el baile de las llamas, subir a sus mejillas, quedarse en la garganta. ¿Dónde estaba hasta entonces? Los horarios del trabajo, la masa humana desparramada por todos lados, entrando y saliendo de su cuerpo a través de las miradas, de las prisas, de la aglomeración. Saturada de otras personas, de sus tonos, de sus energías ajenas de las que ella intentaba huir. Todo aquello era un veneno menguante de almas. Ella lo sabía, y allí, junto al fuego y al viento enfadado del invierno, consiguió disfrutar, casi como por primera vez, de la soledad elegida, de la auto-conciencia. Se chupó los labios y los sintió mojados, bebió agua y siguió su recorrido fresco y saciante hasta llenar el estómago. Sonrió. Notó la punta de los dedos de los pies fríos, la necesidad de unos calcetines, el silencio espacial de la casa vieja, los recuerdos de otras noches a solas, de otras noches distintas, con otras preocupaciones, con otros miedos, sintió lo sentido en aquellas noches como si reencarnara todas las soledades en un instante. Suspiró tragándose el aquí y el ahora, una gran bocanada de aire hacia los adentros, como si intentara conservar al vacío su persona, su esencia. Ella y el mundo, unida al universo por unos segundos. Sin interferencias.

Alza el cuello para poder mirar por la ventana sin levantarse. Solo ve un claroscuro de verdes, no llega a diferenciar el pino del matorral, ni las hojas de las ramas pero le resulta armonioso. Se toca la cara para aliviar el calor del fuego, el pelo. No se ha peinado en todo el día, hoy ni siquiera se preocupó de mirarse en el espejo más de dos veces. Vuelve a sonreír. A ella no le importa. A las montañas no les importa. Nadie la ve, nadie juzga. Mueve la cabeza como aquellos arbustos, los rizos se le despeinan divertidos, como si el mismo aire de fuera lo tuviera ahora encima. Se sacude y en el movimiento olvida lo superfluo.

El cortijo es viejo, más viejo aún que el recuerdo de su abuelo sentado en el poyete a la fresca, más viejo que ella misma recogiendo impostoras mariquitas en un bote de tomate, mucho más que los veranos de luciérnagas. El cortijo es más viejo de lo que sus recuerdos alcanzan por eso el cortijo sabe recuperarla cuando pierde la identidad. Ella pertenece al campo, como un tomate, como una florecilla silvestre. Se humaniza, le habla. Le dice -escribe-, descansa, piensa, observa el paso del tiempo a través de los cambios de luz, come cuando tengas hambre, mira las estrellas y llora, da las gracias. Ha encendido dos velitas, tiene mucho que agradecer.