25/11/18

DEBAJO DE LA CAMA

Debajo de la cama. Estoy simplemente debajo de la cama. No busco nada, no huyo de nadie, solo quiero encontrarme. Recuerdo a mamá que habla en la cocina, siento a mamá llorar. Lloro con ella. Me uno a su llanto y salen de mi cabeza unas lágrimas raras que no sé donde escribirlas. Analizo mi cuerpo oculto hecho palo de cemento, con las extremidades engarrotadas y pegadas a un bloque de carne que ya no es carne. Asustada, grito por dentro como una loba muda y el alarido se convierte en un veneno negro que salpica.

Después, silencio. Sin palabras. Aprieto los labios como si atravesara una ventisca de arena mientras intento esquivar miles de pensamientos. Fallo. Me alcanzan, me hieren. Cuánto desorden a mi alrededor, cuánta inquietud arrastro. No puedo hablar y el peso de lo callado me anuda los pies. Caigo.  Ya en el suelo, desplomada, me agrede un manojo de nervios, un remolino de aire y alfileres, que consiguen atraparme en una inercia corrosiva que termina por desgastar todas mis versiones. Ahora solo queda el hueso. Inútil, sin carne, sin pensamiento, sin nada que sostener. No me perdono estas maneras de sufrimiento. No las merezco. Nadie las merece, por eso proclamo la revolución. Invoco a todo lo que puede ser invocado desde el aturdimiento y aparecen las cuatro estaciones galopando en el estómago. Deseo que el invierno sea lo más corto posible porque sino creo que podría morir de pena. Es este día a día, son los momentos en el metro lleno de gente sumergido en su mundo virtual, sin imaginar la vida de nadie, es la velocidad con la que andamos por el cemento yerto, muerto como nuestros pasos y como nuestra mirada plana, horizontal. Es la pena que tengo de la ciudad, del laberinto de ratón, de la prensa gritona y estúpida, de los correos sin contestar, de los "te quiero" del doble check que se lanzan sin abrazos que los avalen, de las preocupaciones que nos inyectan para anularnos como seres felices capaces de disfrutar de lo que es nuestro. Porque todo lo que necesitamos para sonreír ya nos pertenece. Por eso, desde pequeña, siempre busco un refugio a las bombas debajo de la cama, para encontrarme, para revolucionarme. Necesito esa agitación profunda, continua, que espulgue los males que no entendía ni entiendo. Morir y renacer. Y es verdad que caigo y recaigo en la droga de la sobreeinformación, del consumo, del pasotismo, de la frustración absurda por agradar, por llegar a ser...pero ¿el qué?, ¿quién? Pues yo quiero ser leñadora, como leí en un artículo. Quiero ser nada para todos y que me conozcan por las veces que me río, por lo que me gustan los ganchitos, por mi acento, por mi lunares, por mi pelo despeinado, por mis muletillas, por mis imperfecciones y mis virtudes y no por lo que una empresa dice que soy. Me importa una mierda tus titulaciones, tu móvil, tu bolso nuevo, tu cuerpo cubierto de todo menos tú, me interesa las ganas que tienes de escuchar las chicharras cuando cantan y las veces en las que te has escondido debajo de la cama.