16/3/20

DE DEDOS FRÍOS Y SILENCIOS ESPACIALES


Se quedó sola con el ruido del fuego y del viento. Sola con los elementos. Hacía tanto tiempo que no hablaba con ella misma que, al escuchar su voz interior, era como si una desconocida la observara sentada a los pies de su propia cama. Algo entre íntimo y extraño.

Sintió el cosquilleo del alma, como el baile de las llamas, subir a sus mejillas, quedarse en la garganta. ¿Dónde estaba hasta entonces? Los horarios del trabajo, la masa humana desparramada por todos lados, entrando y saliendo de su cuerpo a través de las miradas, de las prisas, de la aglomeración. Saturada de otras personas, de sus tonos, de sus energías ajenas de las que ella intentaba huir. Todo aquello era un veneno menguante de almas. Ella lo sabía, y allí, junto al fuego y al viento enfadado del invierno, consiguió disfrutar, casi como por primera vez, de la soledad elegida, de la auto-conciencia. Se chupó los labios y los sintió mojados, bebió agua y siguió su recorrido fresco y saciante hasta llenar el estómago. Sonrió. Notó la punta de los dedos de los pies fríos, la necesidad de unos calcetines, el silencio espacial de la casa vieja, los recuerdos de otras noches a solas, de otras noches distintas, con otras preocupaciones, con otros miedos, sintió lo sentido en aquellas noches como si reencarnara todas las soledades en un instante. Suspiró tragándose el aquí y el ahora, una gran bocanada de aire hacia los adentros, como si intentara conservar al vacío su persona, su esencia. Ella y el mundo, unida al universo por unos segundos. Sin interferencias.

Alza el cuello para poder mirar por la ventana sin levantarse. Solo ve un claroscuro de verdes, no llega a diferenciar el pino del matorral, ni las hojas de las ramas pero le resulta armonioso. Se toca la cara para aliviar el calor del fuego, el pelo. No se ha peinado en todo el día, hoy ni siquiera se preocupó de mirarse en el espejo más de dos veces. Vuelve a sonreír. A ella no le importa. A las montañas no les importa. Nadie la ve, nadie juzga. Mueve la cabeza como aquellos arbustos, los rizos se le despeinan divertidos, como si el mismo aire de fuera lo tuviera ahora encima. Se sacude y en el movimiento olvida lo superfluo.

El cortijo es viejo, más viejo aún que el recuerdo de su abuelo sentado en el poyete a la fresca, más viejo que ella misma recogiendo impostoras mariquitas en un bote de tomate, mucho más que los veranos de luciérnagas. El cortijo es más viejo de lo que sus recuerdos alcanzan por eso el cortijo sabe recuperarla cuando pierde la identidad. Ella pertenece al campo, como un tomate, como una florecilla silvestre. Se humaniza, le habla. Le dice -escribe-, descansa, piensa, observa el paso del tiempo a través de los cambios de luz, come cuando tengas hambre, mira las estrellas y llora, da las gracias. Ha encendido dos velitas, tiene mucho que agradecer.



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