Se quedó sola con el ruido del fuego y
del viento. Sola con los elementos. Hacía tanto tiempo que no
hablaba con ella misma que, al escuchar su voz interior, era como si
una desconocida la observara sentada a los pies de su propia cama.
Algo entre íntimo y extraño.
Sintió el cosquilleo del alma, como el
baile de las llamas, subir a sus mejillas, quedarse en la garganta.
¿Dónde estaba hasta entonces? Los horarios del trabajo, la masa
humana desparramada por todos lados, entrando y saliendo de su cuerpo
a través de las miradas, de las prisas, de la aglomeración.
Saturada de otras personas, de sus tonos, de sus energías ajenas de
las que ella intentaba huir. Todo aquello era un veneno menguante de
almas. Ella lo sabía, y allí, junto al fuego y al viento enfadado
del invierno, consiguió disfrutar, casi como por primera vez, de la
soledad elegida, de la auto-conciencia. Se chupó los labios y los
sintió mojados, bebió agua y siguió su recorrido fresco y saciante
hasta llenar el estómago. Sonrió. Notó la punta de los dedos de
los pies fríos, la necesidad de unos calcetines, el silencio
espacial de la casa vieja, los recuerdos de otras noches a solas, de
otras noches distintas, con otras preocupaciones, con otros miedos,
sintió lo sentido en aquellas noches como si reencarnara todas las
soledades en un instante. Suspiró tragándose el aquí y el ahora,
una gran bocanada de aire hacia los adentros, como si intentara
conservar al vacío su persona, su esencia. Ella y el mundo, unida al
universo por unos segundos. Sin interferencias.
Alza el cuello para poder mirar por la
ventana sin levantarse. Solo ve un claroscuro de verdes, no llega a
diferenciar el pino del matorral, ni las hojas de las ramas pero le
resulta armonioso. Se toca la cara para aliviar el calor del fuego,
el pelo. No se ha peinado en todo el día, hoy ni siquiera se
preocupó de mirarse en el espejo más de dos veces. Vuelve a
sonreír. A ella no le importa. A las montañas no les importa. Nadie
la ve, nadie juzga. Mueve la cabeza como aquellos arbustos, los rizos
se le despeinan divertidos, como si el mismo aire de fuera lo tuviera
ahora encima. Se sacude y en el movimiento olvida lo superfluo.
El cortijo es viejo, más viejo aún
que el recuerdo de su abuelo sentado en el poyete a la fresca, más
viejo que ella misma recogiendo impostoras mariquitas en un bote de
tomate, mucho más que los veranos de luciérnagas. El cortijo es más
viejo de lo que sus recuerdos alcanzan por eso el cortijo sabe
recuperarla cuando pierde la identidad. Ella pertenece al campo, como
un tomate, como una florecilla silvestre. Se humaniza, le habla. Le
dice -escribe-, descansa, piensa, observa el paso del tiempo a través
de los cambios de luz, come cuando tengas hambre, mira las estrellas
y llora, da las gracias. Ha encendido dos velitas, tiene mucho que
agradecer.