Alto y delgado como una espiga, carácter de cereal y costumbres sésiles. Mi bisabuelo o el abuelo viejo, que era cómo le llamábamos, me enseñó con tan solo su presencia el respeto y el miedo a la locura mortecina. A la muerte cuando tiene más de locura que de quietud o de otra cosa. Le salieron sus fantasmas, se pulgó en vida y yo lo vi. Lo quise a mi manera de entonces con amor alegre de pajarillo, el de los siete u ocho años, amor cantarín y despreocupado. Le hicimos un teatro mi hermana, yo y unas amigas en su 92 cumpleaños. Es todo lo que hice por él. A parte de observarlo como a un bicho palo mientras su hija, la madre de mi padre, le daba de comer. -"Roe papa, roe", le decía.
Se sentaba siempre en una poltrona de cuero rojo, señorial, y miraba al vacío, a la vida que le quedaba o que le faltaba. En ese sofá yo me sentaría mucho tiempo después, cuando le perdí el miedo a la superstición de los objetos y allí iba a sentirme más sabia o yo qué sé... a sentirme.
Era impasible a casi todo menos al tiempo y a las rabietas. Mi hermano y mi abuelo disfrutaban rompiendo su sosiego de hombre muy mayor, jugándose sus olivas en una partida de ajedrez. Él escuchaba las apuestas y levantaba como un titán su garrota. Amenazante, injuriaba a todos hasta que le duraba la memoria, que se lo llevaba todo, hasta a él mismo.
