
La puerta se abre cuando
carraspea la primera garganta del barrio, cuando se desgastan los
ánimos y se olvidan las composturas. A media tarde el sonido del
hielo en la copa resulta tan glorioso para los esperpentos como lo es
para el creyente escuchar el replique de las campanas. Es un tugurio
elegante, inglés, con mesas y sillas de madera de acabados rojizos y
dorados. Allí huele a tiempo estancado. En el muro de las
lamentaciones reposa el alcohol de una hilera de vasos medio vacíos,
pintas y medias pintas que embriagan pesadumbres que ni los posos
quieren escuchar. Varias espaldas encorvadas esconden el patetismo de
frentes decadentes y, sobres esos mismos hombros, descansan unas
cabezas que se rindieron a la llegada de su otoño. Fuera, un rebaño
quiebra el sosiego pastoril del bar. Recipientes de carne van y
vienen formando una muchedumbre animal. Nadie escucha. Nadie observa.
Mientras, cuatro gatos purifican su alma con cebada. Pero la vida
transcurre ajena a una estampa tan humana.